POR MARIO ARAYA |
Durante los primeros años del siglo pasado, la clase política se mantuvo expectante frente a las expresiones reivindicativas del movimiento obrero en desarrollo. Si bien, los métodos de lucha siempre se habían enmarcado en la lógica de la huelga, el boicot, y la propaganda, el fantasma del atentado explosivo y del denominado terrorismo individual estaba latente en el imaginario colectivo de la elite criolla chilena. Dado que en el seno de las organizaciones libertarias los ataque dirigidos y atentados individuales nunca representaron una práctica muy frecuente, a la clase dirigente no le quedo más remedio que montar escenarios ficticios para acusar a los anarquistas bajo los calificativos de agitadores, antipatriotas y subversivos. La propaganda por los hechos en Chile estuvo mucho más presente en el papel de la prensa ácrata que en los hechos mismos.
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